Caminar por Roma es el equivalente a vivir en un laberinto del que muchas veces uno no quiere salir. Te acostumbras a los detalles, a las fallas, a los rincones incompletos en medio de tanta Historia.
Es el símil perfecto para lo que era la política italiana. Hubo muchas épocas en las que la inestabilidad llevaba la firma de Italia; pero los tiempos han cambiado.
El país transalpino parece haber encontrado la certidumbre con cierta trampa, pero la certidumbre al fin y al cabo. Giorgia Meloni mantiene su agenda radical, pero casi nadie duda de que aguantará en el poder toda la legislatura. Quién lo diría. Ahora son Francia y Alemania los que se han subido al carro del caos político.
Italia tenía las incógnitas políticas como mal endémico, pero la llegada de Giorgia Meloni al poder ha sido tan polémica como firme: tiene un Gobierno que, por primera vez en décadas, sitúa al país en el proceso de toma de decisiones y en el liderazgo de ciertos debates, como es el caso del asunto migratorio.
Sí, la derecha radical juega a dos bandas: reformas muy criticadas a nivel nacional como tesis que en la UE cada vez encajan mejor. Un buen ejemplo de esto son los centros de detención de inmigrantes, que si bien no están saliendo como esperaba el Ejecutivo se han convertido en una vía como poco estudiada por el resto de socios europeos. Solo España se ha opuesto frontalmente a esta idea.
La de Meloni es la victoria del descontento precisamente con el caos. Décadas de cambios de gobiernos, desde Silvio Berlusconi, y tecnócratas como Draghi o ‘parches’ como Conte han derivado en la apuesta por Fratelli D’Italia, un partido heredero de las ideas posfascistas que cuando ha tocado poder ha sabido, como poco, no entrar en montañas rusas que agotasen todavía más a la población. Desde octubre de 2022 Giorgia Meloni lidera un Gobierno que no es sencillo, pero en el que nadie la tose. Es un líder ya consolidada a diferentes niveles.
Fratelli convive con la Lega de Salvini y con Forza Italia, que es ahora menos moderada, pero también menos competitiva sin Berlusconi. Meloni es al mismo tiempo primera ministra y ‘árbitra’ entre otras dos almas diferentes: ha sabido aplacar las ínfulas de un Matteo Salvini que se creía el ‘capo’ de la derecha radical y no solo va a menos en los resultados electorales, sino que además ocupa menos portadas.
Al tiempo, ha atraído para sí a la derecha tradicional, que normaliza los pactos con los radicales y apuesta por trasladar esa vía también a la Unión Europea… todavía con resultados que no son tangible (pero es una posibilidad abierta por otras voces en el Partido Popular Europeo). ¿El caso italiano como modelo? Para ciertos dirigentes, sí.
En el otro lado están Francia y Alemania, ambas ‘italianizadas’ en los últimos tiempos. Emmanuel Macron desoyó los resultados de las legislativas y no dio prioridad a la izquierda para elegir primer ministro, pese a ser la primera fuerza en la Asamblea Nacional.
Su apuesta fue un Michel Barnier que cayó este miércoles fruto de una ‘pinza’ entre Le Pen y Melenchon: ha sido el Gobierno más breve de la V República y no ha cumplido ni 100 días en el poder. Ahora el presidente galo tendrá que volver a llenar un vacío que, al tiempo, ha metido a Francia en un caos al que no está acostumbrado. Mucho presidencialismo, poco parlamentarismo. Es decir, una herida democrática que no parece sencilla de sanar.
Berlín y París no solo han perdido certidumbre; también credibilidad a nivel europeo. Que se lo digan a Olaf Scholz. El canciller alemán no pudo aprobar Presupuestos, no ha sabido gestionar la coalición con liberales y verdes, ha entrado en contradicciones importantes en asuntos como la migración o la gestión del conflicto en Gaza, y ha chocado con Ucrania por una llamada a Vladimir Putin sin contar con Kiev. Alemania se ha vuelto un verso suelto y descontrolado: las urnas el 23 de febrero dirán si retorna o no al redil, pero los sondeos dicen que si lo hace no será de la mano del líder socialdemócrata.
Los dos países que forman el motor de la UE parecen convertidos en un quiero y no puedo.
Mientras Italia tiene mucho que decir, aunque no siempre se la escucha, Francia y Alemania quedan desdibujadas. Por ejemplo, en la nueva Comisión Europea el peso galo y el transalpino son iguales: una vicepresidencia para cada país, en manos de Stephane Sejourné y Rafaelle Fitto. Asimismo, ya no hay asuntos claramente liderados por el eje principal de la Unión; de hecho, a Scholz se le censuran ciertas incongruencias como la que tiene que ver con las relaciones con China. A Macron, por su parte, todavía le pesa la mala gestión del papel francés y por ende comunitario en el Sahel.
Y sí, el espacio que han dejado Macron y Scholz pueden aprovecharlo líderes como Giorgia Meloni. Todo ha dado un giro de 180 grados. Lo que hasta no hace mucho era Roma, ahora son Berlín y París: (casi) todo lo que no hay que hacer a nivel político.
Si en 2010 y los años posteriores nos explican que el caos va a cambiar de bandera, con Francia y Alemania haciendo de Italia, casi nadie se lo creería. Son los ciclos de la política, en la que, visto lo visto, es realmente complicado hacer apuestas.