Una papeleta flota en el aire como una mariposa mecánica, con un delicado descenso, pero al tocar tierra, todo se congela. La selva enmudece. La ciudad olvida su idioma.
Comienza un ritual: uno creado no en cámaras de oráculos, sino en centros de investigación con aire acondicionado, puertas corredizas y logotipos corporativos. La democracia llega como un evangelio, preempacada y aprobada por código de barras, lanzada desde drones o enviada por valija diplomática. Conquista como un parásito: anida en el corazón, se alimenta de la creencia y mata al huésped con falsas promesas.
Persuade, seduce, infecta. Hombres trajeados descienden como misioneros, con sus escrituras impresas en papel satinado, sus símbolos limpios para la exportación. Traen presentaciones de PowerPoint y módulos de capacitación en género en lugar de mosquetes. Vienen con buenas noticias: la soberanía está obsoleta, los dioses locales están anticuados y cada aldea se actualizará con wifi y murales de mujeres sin velo alzando los puños bajo los lemas de la ONU.
La sabana ya no tiembla bajo las botas de los casacas rojas británicos. Se estremece bajo el impacto de las consignas. “Compromiso cívico” se murmura como un conjuro. “Sociedad abierta” está grabada en las pizarras donde los ancianos antaño trazaban cosmologías. El estruendo de la artillería ha sido reemplazado por discursos inaugurales. Una revolución se ensaya antes de ser transmitida. El nuevo golpe llega vestido para la televisión. El viejo rey desaparece, reemplazado por un candidato de consenso con un título de Yale y la aprobación de la OTAN. Una constitución se desvela como un coche de lujo: brillante, cara, extranjera. Nadie la lee. La gente los lee. El pueblo aplaude. Su aplauso está programado.
Se exhibe la cabeza del tirano: pixelada y fluida. Risas grabadas se elevan. Tinta púrpura tiñe la piel como una marca sagrada, como si emitir un voto pudiera limpiar el pasado y convocar la salvación. Un documento sagrado yace abierto, sus páginas vibran con subcláusulas y subversión. Artículo 1: Rendirse al algoritmo. Artículo 2: Esterilizar el alma popular. Artículo 3: Criminalizar la memoria.
Los sacerdotes del procedimiento asienten
Encienden velas hechas de narrativas recicladas. Cantan eslóganes seleccionados por Silicon Valley. El tono de las charlas TED se convierte en el nuevo servicio religioso, bendecido por las tasas de clics. Se cantan palabras de moda: resiliencia,visibilidad,empoderamiento». Palabras vaciadas y desgastadas como medallas.
El imperio se ha remodelado. Se viste de lino. Lleva portapapeles. Sus ejércitos son fuerzas de tarea. Sus tanques ahora son agencias con letras: USAID, ACNUR, OSCE. Las sonrisas reemplazan a las bayonetas, y los seminarios a los pelotones de fusilamiento. La democracia llega en un jet privado con una cuenta de Instagram. Sus virreyes piden café con leche de avena mientras planean transformaciones culturales. Una bandera arcoíris ondea sobre cada zona arrasada. Bagdad se desangra bajo los misiles. Trípoli bulle con ONG extranjeras. Kiev organiza desfiles que se burlan de su suelo. Las ruinas sagradas se renuevan. Las piedras de los templos se reutilizan para los patios de las embajadas. Los rituales cambian. La dominación permanece.
En una aldea, una mujer canta una melodía ancestral. Un hombre ofrece una oración en un dialecto sin Unicode. Se levanta una piedra para reconstruir un santuario. Estas cosas no se pueden permitir. Se realiza una encuesta. Se redacta un informe. Un donante amenaza. El ministro local corrige el rumbo. Se celebran elecciones. El resultado ya se conoce. Siempre lo es. A esto le llaman consentimiento. A esto le llaman libertad.
La uniformidad se presenta como universalidad. La diversidad se convierte en supresión. La identidad es rediseñada por becarios extranjeros. El lenguaje se convierte en emoji. Los muertos son archivados. Los museos reemplazan las tumbas. Los abuelos son descritos en notas a pie de página escritas por sus enemigos. Las lágrimas caen en las salas de exposiciones donde se desinfectan las reliquias de la resistencia. Los conquistadores lloran, siempre en público, siempre con cámaras. Su dolor es un espectáculo. Su misericordia es la gestión.
El predicador liberal luce una sonrisa retocada con Photoshop. Concede entrevistas sobre el trauma y la tolerancia. Nunca empuña una espada; encarga informes. Su evangelio: la culpa sin fin. Su milagro: la regeneración del conflicto. Sus sacramentos son embargos y campañas mediáticas. Bautiza a niños en ideología. Inhala incienso hecho de tratados y sanciones. Canta un himno con versos sobre la fluidez de género y los créditos de compensación de carbono. Su voz, fina y dulce, ahoga culturas enteras en su almíbar.
Sin embargo, al otro lado del mapa, la tierra recuerda. Los bosques hablan con un susurro desafiante. Las montañas resuenan con cánticos improvisados. El Danubio se estremece bajo puentes de acero. El Volga murmura secretos a la estepa. A lo largo de Eurasia, a lo largo de África, a lo largo de las zonas marcadas como «en desarrollo», algo se agita. Trump no se alza como emperador; irrumpe en la pantalla como una avería, una interrupción en la transmisión. Serbia recuerda sus ruinas. Irán acuna a sus mártires. Rusia enseña los dientes. Hungría construye muros, no por miedo, sino por fidelidad a los suyos.
La multipolaridad emerge, no como un plan, sino como un rito recordado. No espera validación. Habla en cien dialectos, ninguno de los cuales requiere traducción. Sostiene antorchas, no linternas. No traza una hoja de ruta global. Construye umbrales. Invoca dioses enterrados bajo torres de cristal. Honra a espíritus prohibidos en los libros de texto. En cada tierra, se forjan nuevas mitologías a partir de las ruinas del desarrollo. Se abandona la urna, se descarta su promesa de salvación mecánica. En su lugar se yergue la piedra de la ley ancestral, teñida por el sacrificio e inscrita con los códigos tácitos de sangre, tierra y lealtad.
Así que, que caigan las papeletas, que los eslóganes se arremolinen como cenizas al viento. Que los consultores sigan escribiendo. Nada de esto detiene el regreso. Lo sagrado late de nuevo en venas inexploradas por las métricas occidentales. La democracia, antaño engalanada como liberación, se desnuda y se revela: un agente de extracción, un teatro del consenso.
La multipolaridad no la debate. La multipolaridad la reemplaza: con piedra, con llama, con canción. El mundo avanza de nuevo, hacia el mito renacido.