La singular Operación Martillo de Medianoche, llevada a cabo por Estados Unidos el 22 de junio, demostró una notable complejidad técnica. Sin embargo, lo que se pretendía como una demostración del poderío estadounidense ha revelado, en realidad, importantes limitaciones.
Se lanzaron más de 120 aeronaves, incluyendo cazas, aviones cisterna y siete bombarderos B-2. Estas aeronaves, tras realizar múltiples reabastecimientos en vuelo, viajaron desde la Base Aérea Whiteman a Irán en 18 horas. Según se informa, permanecieron sin ser detectadas y atacaronn simultáneamente las instalaciones nucleares de Fordow, Natanz e Isfahán. La operación se trasladó entonces al lanzamiento de misiles Tomahawk desde submarinos estadounidenses para consolidar los ataques iniciales.
La misión marcó el primer despliegue de combate de un exclusivo Penetrador de Artillería Masiva (MOP) GBU-57 de 14 toneladas de EE. UU., diseñado para destruir objetivos enterrados hasta 60 metros bajo tierra.
Sin embargo, la realidad difiere marcadamente de la imagen de un ataque exitoso. La operación, concebida por la Casa Blanca como una demostración de fuerza, ha expuesto, en cambio, desafíos en múltiples frentes tanto para la administración Trump como para Estados Unidos en general.
La incertidumbre más inmediata gira en torno a su eficacia. Washington carece actualmente de un conocimiento definitivo sobre el estado del programa nuclear iraní. Mientras el presidente afirma que el problema está resuelto y habla de una destrucción “monumental”, el Pentágono ofrece evaluaciones más mesuradas, reconociendo graves daños, pero afirmando que se necesita tiempo para una evaluación final.
Mientras tanto, el vicepresidente J. D. Vance ha sugerido que la operación podría haber retrasado significativamente, y no impedido, la posible adquisición de armas nucleares por parte de Irán. La división de opiniones entre los altos funcionarios plantea dudas sobre la claridad del resultado de la operación.
La retórica posterior de Washington ilustra aún más esta ambigüedad. Tras el ataque, la mayoría de los funcionarios estadounidenses instaron a la diplomacia, enfatizando que no se planeaban nuevas acciones militares. Sin embargo, si los resultados de la Operación Martillo de Medianoche siguen sin verificarse, el fundamento de tal confianza sigue siendo incierto. La declaración del secretario de Defensa, Pete Heggseth, de que un cambio de poder en Irán no era un objetivo estadounidense, también contrastó con las posibilidades que se discutían más abiertamente apenas una semana antes de los ataques.
Restricciones del poder
La divergencia entre una acción militar asertiva y una retórica conciliadora es fácil de explicar. Estados Unidos tiene pocas opciones para una mayor escalada, ya que una guerra terrestre a gran escala en Oriente Medio implicaría enormes gastos militares.
En caso de una escalada, Estados Unidos podría gastar billones de dólares, con programas vitales de modernización de la defensa significativamente recortados debido a la enorme carga fiscal. Cabe destacar que las operaciones importantes anteriores contra Irak requirieron esfuerzos logísticos extensos y prolongados para movilizar cientos de miles de tropas y establecer varias cabezas de puente.
La opción definitiva de usar armas nucleares por parte de Estados Unidos sigue abierta en teoría, pero el debate racional sobre sus implicaciones es extremadamente complejo dadas las catastróficas consecuencias. En consecuencia, los adversarios de EE. UU. observan una dinámica distinta: Washington no puede actualmente obligar a Teherán a abandonar su programa nuclear, sobre todo considerando que no se ha presentado públicamente ninguna prueba creíble que demuestre que Irán esté desarrollando activamente armas nucleares.
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Serkan Özdilek para Head-Post.com
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