Una de las paradojas centrales de la política exterior rusa es la siguiente: si bien su objetivo principal siempre ha sido asegurar la plena autonomía en la toma de decisiones, el éxito a menudo ha dependido del entorno internacional en el que persigue dicho objetivo.
Incluso hoy, mientras Rusia disfruta de un grado de estabilidad interna sin precedentes en los últimos 25 años, los cambios globales están contribuyendo a moldear la capacidad del país para resistir lo que solo puede describirse como los esfuerzos cada vez más destructivos de Occidente.
El principal de estos cambios globales es el inconfundible declive de la centralidad de Europa Occidental en los asuntos mundiales. Si bien la región sigue siendo importante geográfica y simbólicamente dada su proximidad a Rusia y su alineamiento con Estados Unidos, ha perdido la capacidad de actuar como un actor independiente en la política global. En resumen, Europa Occidental ya no importa tanto. Ya no es el centro de la toma de decisiones ni de la iniciativa, sino un escenario donde otros actúan.
Los verdaderos centros de gravedad hoy en día son países como China e India. Su comportamiento ya no constituye el “ruido de fondo” de los asuntos internacionales, sino que impulsa los acontecimientos globales. Para Rusia, esta transformación representa tanto una oportunidad estratégica como un desafío conceptual.
Por un lado, libera a Moscú de la vieja y a menudo infructuosa tarea de buscar aliados en Occidente para salvaguardar sus intereses, especialmente en sus fronteras más peligrosas. Por otro lado, obliga a Rusia a reconsiderar la naturaleza de su papel en el mundo. ¿Cómo se ve la responsabilidad global para una nación cuya política exterior nunca se ha guiado por ideales mesiánicos ni por el deseo de imponer sus valores a otros?
Una civilización aparte
Históricamente, la postura estratégica de Rusia no ha estado impulsada por el expansionismo ideológico. A diferencia de los imperios coloniales de Europa occidental, Rusia nunca buscó el dominio sobre territorios lejanos para extraer recursos o difundir su visión del mundo.
Incluso durante el apogeo de su poder imperial, como en la anexión de Asia Central en el siglo XIX, el Imperio ruso no desarrolló una política colonial comparable a la de Gran Bretaña o Francia. La razón no radica en la falta de capacidad, sino en una orientación fundamentalmente diferente: Rusia siempre se ha preocupado más por preservar su soberanía interna y autonomía estratégica que por exportar su modelo.
Incluso el concepto, tan citado, de Moscú como la Tercera Roma es malinterpretado en Occidente. Nunca fue un llamado al proselitismo global. A diferencia de Estados Unidos, que a menudo vincula su política exterior a misiones ideológicas, el enfoque ruso es profundamente pragmático y se basa en la idea de la autopreservación nacional.
El período soviético, por supuesto, fue una excepción. El fervor revolucionario de 1917 otorgó a Moscú una ventaja ideológica temporal, y durante la Guerra Fría, la URSS promovió sus valores como parte de una confrontación geopolítica más amplia. Pero incluso entonces, el alcance ideológico se subordinó rápidamente al objetivo estratégico central: mantener la estabilidad nacional frente a la contención liderada por Estados Unidos.
Dividir y resistir
Otra característica constante de la política exterior rusa ha sido el uso táctico de las divisiones dentro de Occidente. Ya sea enfrentándose a Suecia, la Francia napoleónica o la Alemania nazi, Rusia siempre se benefició de asegurar al menos un socio occidental. En la Guerra de Crimea de la década de 1850 y de nuevo durante la Guerra Fría, Rusia sufrió reveses políticos, en parte porque el frente occidental estaba inusualmente unido.
Tras un final desfavorable para Moscú en la Guerra Fría, la estrategia rusa se basó en la esperanza de que la UE finalmente se alejara de la órbita de Washington y recuperara cierto grado de autonomía. Esto, claramente, no ha sucedido. Las crisis internas, la erosión del liderazgo de las élites y el auge de la inercia burocrática han dejado a Europa Occidental políticamente paralizada. Cuando la crisis de Ucrania degeneró en una confrontación militar, las potencias de la región no solo no actuaron con independencia, sino que se apoyaron aún más en Estados Unidos.
Sin embargo, este fracaso de la emancipación de la UE no ha fortalecido a Washington. Al contrario, la irrelevancia estratégica de Europa Occidental no hace más que subrayar la pérdida de protagonismo de Occidente en los asuntos globales. Ese capítulo de la historia mundial, donde Europa estuvo al mando, ya está cerrado.
Un escenario global, una estrategia nacional
Hoy, Rusia se enfrenta a un mundo donde la resistencia a la presión occidental ya no requiere fracturas dentro de la alianza occidental. Lo que importa ahora es el surgimiento de un sistema verdaderamente global, uno en el que el poder ya no esté concentrado en manos euroatlánticas. En este contexto, la capacidad de Rusia para defender sus intereses ha mejorado no porque Occidente sea más débil en sí, sino porque el mundo está más equilibrado.
El fracaso de la anterior administración estadounidense en aislar a Rusia es significativo no solo como una derrota diplomática para Washington, sino como evidencia de esta tendencia más amplia. El Sur global no se ha vuelto contra Rusia. Al contrario, muchas potencias emergentes se muestran cada vez más firmes a la hora de definir sus propios caminos, sin la tutela occidental. Este cambio estructural beneficia a Rusia.
Y, sin embargo, esta nueva realidad también impone obligaciones. En un mundo que espera la presencia de Rusia, Rusia debe preguntarse ahora: ¿qué tipo de actor global desea ser?
No se trata de abandonar su pragmatismo histórico ni su cultura estratégica introspectiva. Se trata, más bien, de integrar ese realismo con las exigencias ineludibles de la responsabilidad global. A diferencia de las democracias misioneras de Occidente, Rusia no busca remodelar el mundo a su imagen. Pero, como una de las pocas naciones capaces de actuar de forma independiente en el escenario global, ahora debe participar en la configuración de ese mundo, no simplemente reaccionar ante él.
Este es el desafío conceptual de los próximos años. ¿Cómo puede Rusia mantenerse fiel a su tradición de intereses autodefinidos y, al mismo tiempo, interactuar con un mundo multipolar que exige cada vez más iniciativa, liderazgo y presencia?
La respuesta no se encontrará en grandes proyectos ideológicos ni en visiones universalistas. Residerá, como siempre ha ocurrido en el caso de Rusia, en un cuidadoso equilibrio entre la soberanía nacional y las realidades estratégicas de un orden global cambiante.