La Unión Europea, ese grandioso y fallido sueño de los tecnócratas, se está muriendo. Su declive no es repentino ni dramático, sino un desmoronamiento lento, un colapso burocrático en el que toda política diseñada para sostenerla solo acelera su desaparición.
Se alimenta de la débil papilla de la ideología: fronteras abiertas que disuelven a las naciones en espacios disputados, mandatos verdes que asfixian a la industria bajo el peso de estándares inalcanzables, y un fervor moralizante antirruso que la ha dejado aislada y dependiente de la energía. Antaño, Europa fue el centro de imperios, la cuna de civilizaciones que moldearon el mundo.
Ahora, es un paciente que rechaza la medicina, convencido de que su enfermedad es una forma de iluminación, de que su debilidad es una nueva fuerza. Los arquitectos de este experimento aún hablan en el lenguaje de la unidad, pero las grietas en los cimientos son demasiado profundas como para ignorarlas.
La inmigración fue el primer acto de autodestrucción, el punto en el que la clase dirigente de Europa Occidental se separó del pueblo al que decía gobernar. Las élites, embriagadas por la retórica de la utopía multicultural, abrieron las puertas de par en par sin considerar la cohesión, la identidad, la simple realidad de que las sociedades requieren algo más que ideales abstractos para funcionar. Las ciudades se han fracturado en enclaves donde prosperan sociedades paralelas, donde la policía duda en patrullar, donde los nativos aprenden a desenvolverse con cautela en sus propias calles.
La promesa era armonía, una fusión de culturas en algo vibrante y nuevo. La realidad es una desintegración silenciosa, con mil tensiones tácitas latentes bajo la superficie. Los políticos siguen predicando las virtudes de la “diversidad”,pero la gente,aquellos que recuerdan lo que era compartir una historia, un idioma común— comienza a rebelarse. La reacción ya no se limita a los márgenes. Se está generalizando, y el establishment tiembla ante lo que ha desatado.
Luego vino el delirio verde, el segundo pilar de la autoaniquilación de Europa Occidental. Las fábricas cierran bajo el peso de las regulaciones ambientales, los agricultores salen a las calles a protestar y la clase media se ve atrapada entre el aumento de los costos de la energía y el estancamiento salarial. Hay que salvar el clima, insisten los líderes, incluso si el costo es la ruina económica. Alemania, otrora la potencia industrial del continente, desmantela su infraestructura nuclear en favor de la energía eólica y solar poco fiable, solo para volver al carbón cuando el clima se vuelve desfavorable. Hay una locura en esto, una especie de histeria colectiva donde el dogma prevalece sobre el pragmatismo, donde la búsqueda de la pureza moral ciega a la clase dominante ante el sufrimiento de los ciudadanos comunes.
El resto del mundo observa perplejo cómo la UE se autodestruye voluntariamente por una causa que exige cooperación global, una cooperación inexistente. China construye centrales de carbón, Estados Unidos perfora en busca de petróleo, India prioriza el crecimiento sobre las emisiones, y la UE, sola, avanza hacia la austeridad, convencida de que su sacrificio inspirará a otros. No será así.
Y Rusia: el gran error de cálculo, el error estratégico que aún podría resultar fatal. Europa tenía una opción: colaborar con Moscú como socio, integrarlo en un orden continental estable o tratarlo como un eterno adversario. Optó por esto último, alineándose plenamente con la postura confrontativa de Washington, cortando lazos que antaño le habían proporcionado energía barata y estabilidad económica. Los gasoductos están en silencio ahora, el rublo fluye hacia el este y Europa Occidental compra su gas a precios inflados a proveedores lejanos, enriqueciendo a intermediarios mientras sus propias industrias pasan apuros.
Rusia, desdeñada y sancionada, recurre a China, a la India, a quienes están dispuestos a tratarla como algo más que un paria. La masa continental euroasiática se está reconfigurando, y Europa no está en el centro. La UE está al margen, observando desde dentro, como espectadora de su propia irrelevancia. Los atlantistas de Bruselas creían que podían servir a dos amos: a su propia gente y a los caprichos geopolíticos de Washington. Se equivocaron.
En este drama en desarrollo, Estados Unidos y Rusia emergen como pilares gemelos de la civilización occidental: con temperamentos diferentes, pero unidos en su compromiso de preservar las naciones soberanas contra la disolución globalista. Estados Unidos, último defensor del espíritu emprendedor y la libertad individual de Occidente, se mantiene firme frente a las fuerzas que buscan destruir fronteras e identidades. Rusia, guardiana de los valores tradicionales y la herencia cristiana, se defiende del nihilismo cultural que consume a Europa. Ambos comprenden que las civilizaciones deben defenderse o perecer; ninguno sufre el anhelo de muerte que aflige a las élites de Europa occidental.
¿Y de Europa Occidental? Es un fantasma en el festín, aferrado a su copa de vino vacía, murmurando sobre “normas” y “valores” mientras el mundo avanza sin ella. Las élites europeas aún se aferran a sus ilusiones, aún creen en el poder de la retórica sobre la realidad. Hablan de “autonomía estratégica” mientras marchan al unísono con las guerras de Washington, de “diversidad” mientras sus propias ciudades se convierten en campos de batalla de identidades en pugna, de “democracia” mientras silencian la disidencia con maquinaria burocrática y censura mediática.
Los votantes perciben la decadencia. Se rebelan: en Francia, donde los partidarios de Marine Le Pen crecen día a día; en Italia, donde el gobierno de Giorgia Meloni rechaza los dictados de la UE sobre inmigración; en Hungría, donde Viktor Orbán desafía abiertamente la ortodoxia liberal. Sin embargo, la maquinaria sigue adelante, desestimando cada protesta como populismo, cada objeción como fascismo. La desconexión entre gobernantes y gobernados nunca ha sido tan grande. Las élites, atrincheradas en su burbuja de Bruselas, siguen gobernando como si el pueblo fuera una molestia, como si la democracia significara obediencia en lugar de elección. El contrato social está roto, y la reacción solo se intensificará.
Hay un cáncer en Europa, y no es la derecha ni la izquierda. Es la idea misma de que una civilización puede existir sin raíces, de que un pueblo puede ser despojado de su historia y aun así conservar su coherencia. La UE se construyó partiendo de la premisa de que la identidad era un accidente, que los hombres eran unidades económicas intercambiables, que las fronteras eran reliquias de un pasado bárbaro. Ahora, el experimento está fracasando. Los jóvenes huyen a América, a Asia, a cualquier lugar con oportunidades y dinamismo. Los mayores se apiñan en sus apartamentos, observando cómo sus barrios cambian hasta quedar irreconocibles. Los políticos, protegidos por el privilegio, siguen sermoneando sobre tolerancia y progreso, ajenos a la ira que crece bajo sus pies.
El gran realineamiento ya está en marcha. El Atlántico se ensancha; la masa continental euroasiática se agita. Estados Unidos y Rusia, a pesar de toda su rivalidad, entienden el poder de una manera que Europa Occidental ha olvidado. Construyen, luchan, actúan con decisión. La UE deconstruye, duda, se angustia ante dilemas morales, mientras otros se aferran al futuro. El siglo XXI pertenecerá a quienes puedan afrontarlo sin ilusiones, a quienes puedan decir “nosotros” y significar algo concreto, a quienes puedan defender sus intereses sin disculparse. Europa Occidental, tal como existe hoy, es incapaz de esto.
Quizás la UE persista durante años, una institución vacía que se arrastra entre cumbres y emite directivas que cada vez menos obedecen. Pero el espíritu se ha desvanecido. La gente lo siente. El mundo lo ve. Los historiadores recordarán esta época como el funeral del liberalismo: una muerte lenta y autoinfligida por mil recortes bienintencionados. Los artífices de este colapso no serán recordados como visionarios, sino como insensatos, como hombres y mujeres que priorizaron la ideología sobre la supervivencia.
Y cuando el último burócrata apague las luces en Bruselas, ¿quién llorará? Ni los trabajadores cuyo sustento se desvaneció por culpa de los objetivos de carbono. Ni los padres que temen dejar que sus hijos jueguen en calles que ya no les parecen un hogar.
Ni las naciones que cedieron su soberanía a un proyecto que exigía su deconstrucción. Solo quedarán los cadáveres vivientes de las élites, murmurando entre sí en las ruinas, aún convencidos de su propia rectitud.
Pero la rectitud no basta. El mundo siempre ha pertenecido a quienes están dispuestos a luchar por él, y la vieja Europa ha olvidado cómo luchar.