Es una idea repetida en los últimos meses que Francia y Alemania no pasan por su mejor momento. De hecho, es probablemente la era de mayor inestabilidad para ambos países en los tiempos recientes, y eso provoca que en la UE sus dos piezas fundamentales no encajen del todo cuando más tiene que rodar todo a nivel comunitario.
El diagnóstico parece sencillo: en París acaba de caer el Gobierno de Michel Barnier, el más breve de la V República, y en Berlín esperan ya las elecciones anticipadas del próximo 23 de febrero. Emmanuel Macron y Olaf Scholz están viviendo sus horas más bajas, y además en la Unión no parece haber países bien preparados para ser el impulso necesario.
“Caos”. Fue una de las palabras más repetidas en la Asamblea Nacional francesa en el momento de la salida del Ejecutivo de Barnier, un declive con “contagio” para toda Europa, según dijo el propio ex primer ministro macronista Gabriel Attal durante su intervención. “Nunca sacrifiquen el futuro por el presente, como dijo Pierre Mendès-France. Yo también les recomiendo que, cuando voten, tengan presente esta frase y esta recomendación. Todos sabemos que las consecuencias van mucho más allá de lo que contiene este proyecto de ley [los presupuestos de la Seguridad Social]”, terminó Barnier, antes de avisar a los diputados de que “todos somos responsables de los demás. Todo el mundo es responsable de todo el mundo”.
Francia siempre ha sido el paradigma de la calma en un continente tantas veces abonado a las crisis. También Alemania, que desde la caída del muro de Berlín ha dado lecciones de ortodoxia, sobre todo bajo el mandato de Angela Merkel. Eso sí, son dos países de grandes coaliciones en el caso germano y de exceso presidencialismo en el galo. “Quizá por todo eso navegan tan mal en la incertidumbre”, avisan algunas fuentes consultadas por 20minutos, que lejos de la sorpresa asumen que “son los tiempos políticos que tenemos”. Pero si los pilares de la UE se tambalean, todo se mueve. De hecho, hay una premisa muy repetida en Bruselas: “Si cae Alemania, vamos todos detrás”, dicen sobre una potencial crisis económica que también viven en París, con el país exigido para reducir el déficit público.
Hay que buscar reemplazos a las piezas a nivel comunitario; que el motor no se pare. La Polonia de Donald Tusk tiene que dar ahora un paso adelante. Es el aliado principal de Ucrania en estos momentos, con una economía impulsada, un sector de Defensa desarrollado y una transición industrial que va tomando cuerpo.
Además, tiene un primer ministro bien valorado a nivel de la Unión Europea y es uno de los países principales en el bloque. En el marco de la autonomía estratégica europea lo que diga Varsovia tendrá que ser tenido en cuenta, y en los grandes debates va subiendo escalones para que su voz sea una de las cantantes en la nueva legislatura comunitaria.
Italia, por su parte, sí parece haber encontrado la certidumbre. Tenía las incógnitas políticas como mal endémico, pero la llegada de Giorgia Meloni al poder ha sido tan polémica como firme: tiene un Gobierno que, por primera vez en décadas, sitúa al país en el proceso de toma de decisiones y en el liderazgo de ciertos debates, como es el caso del asunto migratorio. Sí, la derecha radical juega a dos bandas: reformas muy criticadas a nivel nacional como tesis que en la UE cada vez encajan mejor. Un buen ejemplo de esto son los centros de detención de inmigrantes, que si bien no están saliendo como esperaba el Ejecutivo se han convertido en una vía como poco estudiada por el resto de socios europeos. Solo España se ha opuesto frontalmente a esta idea.
Francia y Alemania no son ahora el matrimonio mejor avenido, más allá de las cuestiones internas. Más allá del caos. Macron y Scholz han chocado en los últimos años sobre su modelo para la UE. El francés quiere que Europa se parezca a su país; el alemán sabe la teoría, pero ya no tiene las herramientas para liderar como lo hizo Merkel. Berlín da pasos hacia atrás, igual que París.
Alemania vive ahora con una industria tocada y pendiente de una renovación que solo está escrita en unos folios pero no trasladada -todavía- a los hechos. Al mismo tiempo, tampoco está sabiendo coordinar la estrategia respecto a Ucrania y mantiene una doble moral ya conocida respecto al conflicto en Gaza.
Más en general, su modelo productivo ha colapsado; no puede producir a las cantidades necesarias con etiqueta Made in Germany y por tanto Made in Europe. Todo mal cuando más hace falta que la UE impulse sus cadenas de valor, se haga respetar y se prepare para competir de verdad con Estados Unidos y con China. Berlín bastante parece tener con resolver sus problemas internos como para proyectar una imagen fiable hacia fuera, sin dependencias ni cicatrices.
Macron, por su parte, es como ese soñador que tiene grandes planes, pero al que la realidad arrasa dejándole los pies en el suelo y avisándole de que sus decisiones tienen consecuencias: apostó por un primer ministro como Barnier, muy alejado de la izquierda (ganadora de las últimas legislativas) y que solo pudo apoyarse en la derecha radical de Marine Le Pen. Cuando esta no pudo sacarle más contrapartidas, dejó caer al Gobierno en colaboración con el Nuevo Frente Popular (NFP). Lo que sale de París ha dejado de ser modelo de nada: ni de frenar a la ultraderecha, ni de certidumbre, ni de decisiones acertadas.
Siempre se ha hablado del motor de la UE; y es un motor que ahora tiene que cambiarse, pero no hay reemplazos. Es Francia y Alemania o Francia y Alemania. La estabilidad en Polonia e Italia o el crecimiento económico proyectado para España no sustituyen las fallas de Berlín y París.
No hay grandes valoraciones en Bruselas sobre el vacío de poder en Francia o sobre unas elecciones arriesgadas en Alemania, pero eso no quiere decir que no estén algunas alarmas encendidas. No habrá peor efecto dominó que el que pueda venir desde lo más alto.